Planes políticos para España

POR HORACIO VÁZQUEZ-RIAL (*) Aún cuando la necesidad de esperanza sea consustancial al alma, los ciudadanos españoles tendríamos que procurar no engañarnos con la idea, ingenua y hasta cierto punto feliz, de que el Gobierno del PSOE está haciendo las cosas mal en relación con el País Vasco. La verdad es que el presidente Zapatero, ideológicamente errático, con su pacifismo años sesenta y su preocupación por casar a los homosexuales, atacar a la Iglesia católica y legalizar a los imames antes de que ellos lo pidan, está haciendo exactamente lo que quiere hacer.

No es la blandura lo que le lleva a recibir a Ibarreche antes que a Rajoy, a aceptar tácitamente alguna forma de realización para el programa del presidente autonómico vasco -al negarse a recurrir a priori al Tribunal Constitucional- y a dejar pasar, como si de cosas normales se tratara, el archivo de la causa contra Atucha por su obstinación en ignorar la orden de disolución del brazo parlamentario de ETA -ahora, por boca de Conde Pumpido, cuando ya es imposible desconocer el porqué de ese empeño- y el irregular proceso de aprobación de los presupuestos autonómicos, en algún rincón contable de los cuales ha de estar escondido el dinero destinado a la convocatoria del referendo ilegal con el que sueñan el PNV y sus socios. No es la blandura lo que le lleva a todo eso, sino su proyecto político. Un proyecto político que hay que ir adivinando a través de sus actos, porque no aparece en su discurso, cosa que no debería sorprender en un sucesor de Prieto y de Negrín.

Rodríguez Zapatero, a pesar de sus responsabilidades en el Estado, es ante todo un hombre de partido; es miembro del PSOE y, por lo tanto, por lógica estructural, mientras no exista ruptura explícita, lo es también, en términos políticos, de los partidos socialistas vasco y catalán, con cuyos diputados gobierna. Y cabe suponer, pues, que el plan del PSE para el País Vasco es el suyo, «profundizar en el autogobierno reformando el Estatuto y siendo respetuosos con el marco general», en palabras del secretario de organización socialista, José Blanco: ése será su punto de partida a la hora de negociar con el presidente autonómico vasco. Así, no tiene sentido esperar que Zapatero reciba a Mariano Rajoy antes que a Ibarreche, ni que establezca acuerdo alguno con él a mediano plazo: es imposible. La posición de los socialistas respecto del País Vasco es la del PSE, y el presidente del Gobierno español negociará con el presidente autonómico en función de algún punto intermedio entre las propuestas del uno y las del otro, y no en función de algún punto intermedio entre las del PSE y las que presumiblemente le presentará Rajoy. Para eso, los sectores del socialismo que llevaron a Zapatero a la secretaría general y a la candidatura presidencial dieron el golpe de Estado interno que desplazó a Redondo Terreros y su gente de la dirección del PSE, y puso en su lugar al señor López.

La clamorosa ausencia del señor López de la lista de declarantes de estos días en los informativos es tan imperdonable como explicable. Imperdonable porque, al dejar que todo el peso de la relación entre los vascos independentistas y los vascos españolistas recaiga sobre el Gobierno central, deja a los españoles del País Vasco en situación de minoridad y hace el juego a Ibarreche, Otegui, Madrazo y los de EA, que pretenden, y están logrando, que los acontecimientos sean vistos como propios del enfrentamiento entre vascos y españoles de fuera de la región. Explicable en la medida en que se entienda que es precisamente eso lo que López, Zapatero y otros pretenden. Sólo la posición de los alaveses, expresada por Ramón Rabanera -su negativa frontal a participar del proyecto separatista, insuficientemente subrayada por los medios-, y la iniciativa del presidente navarro Miguel Sanz de convocar la Conferencia de Presidentes Autonómicos se salen de ese escenario en el momento de redactar estas líneas.

La oposición vasca tendría en este momento que asumir un deber pedagógico frente al resto de España, explicando o recordando varias cosas. La primera es que la separación del País Vasco no beneficia a nadie, y mucho menos a los vascos, que se verían reducidos a un territorio económicamente arrasado -como ha expuesto con exquisita claridad Mikel Buesa en estas páginas- y de difícil asimilación por las instituciones europeas, a pesar de que la palabra «asociado» esté destinada a mantener al hipotético «Estado libre» en el marco de la UE. La segunda es que los sucesivos gobiernos autonómicos han ido construyendo en el País Vasco una trama represiva que hace muy difícil la libre expresión -ETA ha servido impecablemente al PNV en esa labor, en la medida en que ha venido realizando la perversa lógica histórica por la que toda organización armada clandestina deviene en última instancia eje del poder visible: lo explicaron, entre otros, Conrad y Chesterton-. La tercera es que esa trama represiva, tendencialmente totalitaria, obliga a la gran mayoría de los ciudadanos vascos a vivir por debajo de la línea de visibilidad, si no quieren arriesgar su vida, y que eso condiciona cualquier resultado del posible referendo ilegal al que apunta Ibarreche.

Habrá que explicar todo esto, teniendo en cuenta que el separatismo como objetivo final está instalado en un sector del PSE, que las diferencias de ese sector con el PNV sólo son de grado, y que esa relación de fuerzas en la clase política vasca no refleja verdaderamente la realidad social de un pueblo que tiene pocas opciones electorales y no se está expresando libremente porque ETA es una enfermedad para la democracia. Teniendo en cuenta también que el plan del PSE es el del PSOE. Y que, en la medida en que es el del PSOE, es antes un plan para España que para el País Vasco, del mismo modo en que lo es el Plan Ibarreche. Maragall renunció en su momento, explícitamente, a la posibilidad de una legislatura autonómica corta y a una convocatoria electoral que le diese un triunfo holgado y le liberara de pesadas asociaciones, diciendo que el tripartito era lo que él quería. No nos engañemos: lo mismo le ocurre a Zapatero. Una oposición frontal del PSOE a los separatismos los hubiese desactivado hace tiempo, pero los socialistas entraron a regañadientes en el pacto antiterrorista y, una vez dentro, lo boicotearon sistemáticamente. Y ahora, cuando ERC dice con todo desparpajo que un rechazo terminante del Plan Ibarreche les llevaría a forzar el final de la legislatura -una amenaza formulada desde 650.000 votos que revela la endeblez de los apoyos con que gobierna Zapatero, y su capacidad de extorsión-, se niegan a suscribir un pacto de Estado con el PP. No nos engañemos: ni siquiera tenemos garantías de que todos los diputados socialistas vayan a votar en contra del Plan Ibarreche, que, por lo pronto, han admitido a trámite. Y hay demasiados diputados de otros partidos decididos a votar a favor.

Antes de que todo esto termine, quizás a tortas, como dice el presidente de la autonomía vasca, alguien tendrá que responder a una cuestión clave, de la que todavía no se ha hablado lo suficiente, pero que es esencial porque sitúa la cuestión vasca más allá del cuestionamiento de la Constitución, de la soberanía o de la práctica democrática: si la separación del País Vasco no reporta beneficio alguno a los vascos, como no sea la satisfacción de un deseo retórico de algunos de ellos, y tampoco reporta beneficio alguno a España, ¿a quién se lo reporta?

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(*) Publicado en el diario ABC de Madrid.

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