"THE FALKLAND ISLANDS"

Una visita a Malvinas

Una visita del historiador Daniel Balmaceda a las islas Malvinas que retienen los británicos como Falkland Islands. No es lo mismo Puerto Argentino/Port Stanley que Darwin, pero hay un motivo poderoso: "(...) Llegó el tiempo de partir hacia Darwin. Durante las semanas de ocupación argentina, los vecinos de esas pocas manzanas fueron llevados a un recinto y allí los mantuvieron hasta que finalizó el conflicto. A partir de aquel día, unos galpones albergaron a los prisioneros de nuestras fuerzas, antes de ser embarcados en el Canberra. Marcelo nos aclaró: “A diferencia de Stanley, donde hay posturas diversas, acá en Darwin no quieren a los argentinos. Por lo del encierro”. (...)". Aquí el relato completo:

Llevábamos ocho días navegando. Atrás quedaron las escalas chilenas en San Antonio, Puerto Montt y Punta Arenas. También el desafiante Cabo de Hornos y la estoica Ushuaia, en el confín del mundo. El Emerald Princess, mole naval con tres mil cien pasajeros, nos arrimaba al destino soñado. Al menos, el de los cuatrocientos argentinos que participábamos del crucero: las islas Malvinas.

Minutos antes de las 7:00 del 25 de febrero de 2018, algunos ansiosos nos encontramos en la proa. El contorno isleño emergió sin dificultad porque, aún con cielo nublado, la visibilidad era buena. Viento normal y aguas calmas. Sin esos requisitos, el desembarco se habría suspendido. Cuando se detuvo el crucero, los techos de las casas apenas se adivinaban. Con tenders iniciamos el trayecto final hacia la costa. Viaje de diez minutos y diez mil emociones.

Allí estaban. Nuestras Malvinas. La tierra de nuestros soldados, de nuestros chicos de la guerra, de nuestros valientes. ¡Quién pudiera abrazarlas!

Durante el viaje a la costa se confirmó la advertencia de dos experimentados compañeros de viaje, Nino Ramella y Sebastián Arauz: el tiempo cambia en forma abrupta. De los diez minutos, tres o cuatro fueron de lluvia. En todo caso, lo único que se mantuvo constante fue el frío.

Decenas de techos a dos aguas, de diversos colores, nos dieron la bienvenida. También un inmenso cartel de lectura obligatoria pretendía recibirnos. O, tal vez, no. En caracteres poco legibles a la distancia: “Welcome to”. Pero debajo, con una tipografía gigante: “The Falkland Islands”.

Si bien los malvinenses ingresan al territorio continental sin hacer ningún tipo de trámite migratorio, los argentinos debemos llevar nuestro pasaporte a las islas. Los que llegamos en alguno de los cruceros no debemos hacer ningún trámite en forma personal. Como bien saben los cruceristas, son las autoridades portuarias las que se acercan hasta el barco y sellan los pasaportes de todos los pasajeros, retenidos al iniciar el viaje, incluso de aquellos que deciden no bajar.

En otros viajes, ha habido casos de argentinos que optaron por quedarse en el crucero para que no les sellaran el pasaporte. Pero es inútil, ya que no se hacen excepciones. Por lo tanto, todos los que realizamos este viaje volvemos con el sello de Falkland Islands, donde se indica que el permiso para estar en Malvinas caduca a los siete días.

Respecto de los nombres, llama la atención que la denominación de Puerto Argentino no se mantiene entre los propios argentinos con la misma fuerza que el toponímico Malvinas. Se oye más el nombre de Puerto Stanley que el de Puerto Argentino, aún entre los connacionales. Tal vez la explicación esté en que la voz Malvinas se encuentra arraigada en varias generaciones, a diferencia de Puerto Argentino, surgido en los días posteriores a la recuperación.

Las islas son un encanto. En un cóctel de sentimientos y sentidos, las inmediaciones del puerto me atrapan. Antes de aceptar alguna de las ofertas del ruidoso grupo de isleños dedicados al turismo, la calle principal, Ross Road, se convierte en el centro de atención. Ofrece el recuerdo de aquellas imágenes tan grabadas en mi memoria, la de las tropas marchando en abril del '82.

Negocios de regalos, casa del gobernador, iglesia, gente muy amable, gente indiferente y también algunos mensajes pegados en ventanas: “No dialogue is possible until Argentina gives up it’s claims to our Islands. Respect our human rights” (Ningún diálogo es posible hasta que la Argentina abandone su reclamo sobre nuestras islas. Respeten nuestros derechos humanos). La visita a Malvinas genera una mezcla de sensaciones. Por un lado, la emoción, que en ciertos puntos de la isla es difícil de controlar. Y el orgullo. Por el otro, la incomodidad. Y la tristeza.

Una vez en el lugar, hay un puñado de cosas para hacer. Se puede ir a ver a los pingüinos, a la zona del faro, hacer un tour para evocar los combates de la primera y segunda guerra mundial, visitar el cementerio argentino en las afueras de Darwin o quedarse en el centro recorriendo. Mi opción, el cementerio, demandaba un viaje de ochenta minutos, hasta el centro de la isla Soledad. Abordamos la camioneta de Marcelo, el guía. Es chileno, oriundo de Punta Arenas, y lleva algunos años dedicándose al negocio del turismo. Luego de atravesar las pocas manzanas del poblado, un camino árido nos condujo en dirección a Darwin, pasando por los montes donde estuvieron apostados nuestros soldados: Harriet, Dos hermanas, Longdon, Kent. El guía se detuvo. “¿Quieren ver una trinchera?”. Sin responder, bajamos. A seis o siete metros del sendero, un simple pozo de menos de tres metros de largo y uno y medio de profundidad, protegido con piedras a su alrededor, fue sin duda la posición de un grupo de artillería. Con los montes a sus espaldas, nuestros hombres debían apuntar sus armas hacia el sitio donde habían desembarcado los ingleses.

Todo ese desierto comenzó a poblarse de imágenes, aún cuando la imaginación apenas puede ofrecer un difuso esbozo de la realidad de aquellos días de 1982. Allá, a los lejos, el desembarco de ingleses, galeses, nepaleses. En el aire, nuestros aviones tratando de impedir sus maniobras. Aquí, en los ásperos montes y sus alrededores, los argentinos, atrapados por el frío, en la cuenta regresiva para iniciar la defensa.

Seguimos en la ruta. Divisamos una elevación inusual, muy lejos del camino. “Fue el sitio donde cayó el primer avión inglés. Por eso, en homenaje al piloto que murió se le levantó un monolito”, nos aclara el experto.

Una inmensa base aérea militar, construida en los años posteriores al conflicto, es la penúltima escala visual del viaje. Luego, un hotel abandonado. Pertenece a los cercanos tiempos en que el camino a Darwin no estaba pavimentado y exigía una escala para pasar la noche. Y, por fin, el cartel que anuncia un desvío. Hacía allí fuimos y el cementerio argentino se presentó sin ningún tipo de aviso protocolar, salvo un muy sencillo letrero: Argentine Cemetery. Desde el sector de estacionamiento de vehículos, un sendero de piedras lleva hasta el camposanto, protegido por un cerco para evitar la incursión de las ovejas.

Austero, prolijo, simétrico. En medio de la nada. Doscientas treinta cruces para doscientos treinta y siete cuerpos, reunidas en tres sectores. Al caminar por entre las hileras, leí los nombres de nuestros muertos: Ramón Quintana, Alberto Marcelino Aguirre, Walter Becerra, Guillermo García, José Alberto Encina, entre tantos. Y los ciento veintitrés que bajo el rótulo “Soldado argentino solo conocido por Dios” esperan que su identidad sea develada.

Mis compañeros de viaje, todos argentinos, hacían lo que podían con sus emociones. Algunos caminaban en silencio, tratando de retener imágenes y nombres. Otros se desabrochaban las camperas y abrigos para hacer relucir una camiseta con nuestros colores. También estaban los que habían traído, oculta entre su ropa, una bandera argentina. Todos se tomaban fotos, seguramente para las redes sociales. Un grupo se reunió en círculo, casi en la entrada, del lado interior, y entonó las Marcha de las Malvinas. De inmediato, el Himno Nacional. Junto al alambre que demarca el perímetro, una mujer consolaba a un hombre de facciones recias que no lograba controlar su llanto dolido.

Una pareja salió del cementerio y se colocó a unos cinco metros de la entrada para tomarse una foto con la enseña argentina. Una guía chilena se acercó y les dijo: “No pueden estar con la bandera aquí. Adentro del cementerio son dueños de hacer lo que quieran. Aquí no se puede”. El silencio general potenció el sonido del viento.

Continué deambulando entre las cruces, con la cabeza en el recuerdo de aquellos días y el corazón en cada una de las doscientos treinta y siete historias que guardan esas tumbas. Luego, salí a caminar por la zona, donde el silencio seco y la perspectiva del cementerio me permitieron unos minutos más de homenaje. Allí fue donde cumplí mi deseo premeditado: con una cuchara que bajé del crucero –sin ella hubiera sido imposible– cargué una bolsa pequeña de tierra malvinense, más bien turba, para conservar como un tesoro preciado.

Llegó el tiempo de partir hacia Darwin. Durante las semanas de ocupación argentina, los vecinos de esas pocas manzanas fueron llevados a un recinto y allí los mantuvieron hasta que finalizó el conflicto. A partir de aquel día, unos galpones albergaron a los prisioneros de nuestras fuerzas, antes de ser embarcados en el Canberra. Marcelo nos aclaró: “A diferencia de Stanley, donde hay posturas diversas, acá en Darwin no quieren a los argentinos. Por lo del encierro”.

En el viaje de regreso, el guía nos puso al tanto de algunos temas: “En la cárcel solo hay cinco detenidos. Todos por pedofilia”. “Cuando terminan el secundario, los que reciben becas van a estudiar a Inglaterra. Pero muchos vuelven a las islas en las vacaciones y ven a sus compañeros con mejor estándar de vida que ellos porque tienen trabajo y dinero. No son pocos los que abandonan los estudios y se consiguen un empleo acá”. “Cuando termina la jornada, todo el mundo va a los tres pubs que hay. Es común ver gente caminando de un pub a otro con sus vasos de cerveza en la mano. Luego se van a sus casas, se bañan, comen y ¿qué hacen? Vuelven al pub”. De los tres, el Victory Bar, que abrió en 1984, es el más radical en cuestiones de bandera y pertenencia. Todos cierran a las once, horario prudente para que los parroquianos vuelvan a sus casas y procesen el consumo de manera tal que al día siguiente estén en su plenitud para asistir al trabajo.

Más del guía: “De los 3.400 habitantes de las islas, unos cincuenta son argentinos”.

“Cuando queremos hacer una salida más especial, vamos a la base aérea. Allí tenemos el restaurante o el cine”. “Muchas compras, incluso de repuestos, las hacemos por internet”. “Desde que se enturbió la relación con el Estado chileno, en tiempos de Bachelet, la actividad comercial se hace a través de Montevideo”. “Un vecino tiene una tanqueta argentina en el jardín de su casa, de adorno. ¿Quieren verla?”. Fuimos.

Parece que el hombre restauró la que se conserva en el museo de las islas y luego reparó otra que encontraron. La pidió para su jardín y allí la expone, a media cuadra de la concurrida Ross Road, en donde también está la redacción del Penguin News, periódico que sale los jueves. También en esa zona, a cinco o seis cuadras del muelle donde desembarcamos, siempre sobre la principal, se ubica el antiguo Malvina House Hotel, con bar y restaurante abiertos a todo el público. El nombre se debe a que un antiguo dueño, británico, lo llamó de la misma manera que a su hija, nacida en las islas en 1881.

Por la costa, me alejé hasta una plazoleta semicircular. Allí se encuentra el “Liberation Memorial”, que recuerda a sus caídos. Es un homenaje a “Those who liberated us” (Aquellos que nos liberaron). A un costado, el busto de bronce de Margaret Thatcher y un cita de su discurso del 3 de abril de 1982 impresa en una placa: “They are few in number but they have the right to live in peace, to choose their own way of life and determine their own allegiance” (Son pocos en número, pero tienen derecho a vivir en paz, a elegir su propia forma de vida y a determinar su propia lealtad). Interesantes palabras. Una pena que nadie se las haya dicho a los ingleses que invadieron las islas en enero de 1833, suprimiéndoles, a los muy pocos habitantes de entonces, el derecho a vivir en paz, a elegir su propia forma de vida y a determinar su propia lealtad.

Ya más cerca del muelle hay otro monumento. Son cuatro huesos de ballena que fueron colocados en 1933, según aclara su base, para conmemorar “el centenario de la colonia como posesión británica”.

Comenzó a soplar un viento hostil. Los negocios de regalos estaban saturados de souvenirs: lápices, gorros, tazas, imanes, pingüinos de peluche, llaveros, medias, todos con la inscripción “Falklands”.

A medida que corrían las horas, daba la sensación de que la zona neutral solo se limitaba al espacio de embarque. Allí, un chico de catorce años vestido con un kilt escocés ejecutaba música tradicional con su gaita, detrás de una lata recaudadora. La melodía iba disipándose a medida que la lancha se alejaba de la costa, rumbo al crucero. La tarde se enfrió. Eran las cinco y el muelle comenzó a vaciarse. El horario de visita había terminado.

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